sábado, 31 de julio de 2010

Cueva de la Gándara


Participantes: Luís, Alfonso, José Manuel, Kike, Miguel y David
Día: 30 de Julio de 2010
Climatología: Soleado.



Mientras en la mayor parte de España las temperaturas estaban al rojo vivo, por el norte de Burgos a la tarde corría una rasca y unas brumas que te hacían pensar que habías cambiado de estación repentinamente.

Así nos amaneció en Ogarrio al día siguiente, entre nieblas que se fueron levantando con el sol hasta dar paso a un día soleado.
Tras una noche movidita en Casa Tomás debido a dos confusiones a altas horas de la noche con las habitaciones y el chalet que habíamos reservado, nos dirigimos con la furgo hacia La Gándara, remontando el valle del Asón. Debía de haberse organizado una marcha ciclista por parte de varios clubs locales, a juzgar por la de escaladores de dos ruedas que nos fuimos encontrando durante toda la subida.
Aparcamos y nos dirigimos durante una corta pero calurosa ascensión hasta la boca, un pequeño agujero del que salía una corriente de aire gélido que se notaba desde algunos metros antes de llegar a ver la entrada.





El agujero es una desobstrucción que conduce hacia una gran sala en rampa descendente que termina en un pozo, al fondo del cual dicen que se hallan los restos de un oso.


Bordeamos el pozo por el pasamanos montado y continuamos por la gran galería que continuaba al otro lado, un enorme meandro zigzageante con subibajas y zonas embarradas.

En pocos minutos alcanzamos una gran bifurcación y tiramos hacia la derecha, entre formaciones y manantiales.


Tanto Miguel como José Manuel y Kike ya habían estado en esta zona de La Gándara, de modo que el progreso era rápido y sin dudas.
Poco después llegaríamos al famoso laminador, unos 500 metros de galería en zigzag que salvo en escasos puntos, te obliga a andar a gatas, arrastrándote, o al modo de los gorilas, que sin duda es el método más rápido. Lo engorroso de esta zona es el peso de las sacas.

Tras el laminador, galerías de tamaño mediano y pequeño con abundantes formaciones blancas.


Más adelante llegaríamos a La Diaclasa vertical. Según los que ya la conocían, había sido desobstruída recientemente, eliminando la dificultad del estrecho paso que antes tenía.
Por lo tanto la bajada fue fácil. Abajo nos arrastramos por una gatera que realiza un recorrido en U y nos deja unos metros más abajo del pozo que se abría junto a La Diaclasa.
En ese punto la mayor parte del grupo se despide, y proseguimos Miguel y yo (David) solos, descendiendo un pozo dividido en dos tramos, cada uno de ellos con un desviador, y montado con dos cuerdas independientes.

Abajo continuamos, descendiendo de vez en cuando pequeños tramos de cuerda, hasta alcanzar la gran sala de la cascada, las tinieblas. El aire está cargado de partículas y la visibilidad a larga distancia se reduce drásticamente, es como una niebla dentro de la cueva.
Descendemos una gran rampa húmeda ayudados en la parte media por una cuerda de seguridad montada.
La cascada resuena constantemente, pero sólo es visible al acercarnos, o poniendo los frontales a máxima potencia.
Miguel enciende toda la verbena de linternas que lleva incrustadas en el casco y podemos contemplar la inmensidad del paredón sobre el que vierte la cascada.
Rodeamos la zona aproximándonos al costado izquierdo de la base de la cascada, chorrea agua por todas partes. Un poco más arriba existe un pequeño balcón donde crecen formaciones excéntricas muy finas. Como hilillos, extendiéndose como raíces peinadas por el viento.






Al lado mismo del balcón se abre una agujero que desciende por una resbaladiza rampa hasta una gran galería. Esta galería era un caos de bloques polvorientos, las menos de las veces cómoda por lechos arenosos, y las otras intrincada entre bloques y lajas. En cierto tramo una lámina desprendida había quedado apoyada entre un bloque y una cornisa de la pared, formando un curioso portal.

Más adelante la galería se abre hacia la izquierda: un balcón que vierte a un abismo cuyo fondo apenas pudimos distinguir, y es que la aproximación al borde tampoco era muy segura. Había colocados un par de spits y una placa, aunque la roca sobre la que estaban no parecía muy fiable. Veníamos preparados para la posibilidad de descender, pero al final la descartamos.
Más adelante por la galería se abría otro balcón, ésta vez a mano derecha, con una instalación de spits vieja. Era la misma galería inferior de antes, ahora más visible su fondo, por el que discurría una corriente de agua.
Pasamos de largo hasta llegar al final de la gran galería que estábamos siguiendo, hasta que llegó a obstruirse. Inspeccionamos la zona trepando por los vericuetos de los bloques localizando dos posibles continuaciones desde las que venía algo de fresquillo: una estrecha gatera de boca en forma de gajo vertical que descartamos, y un laminador descendente por el que intenté bajar por empotramiento, pero aborté a la mitad al ver que las paredes se ensanchaban demasiado y que me había ido a lo bruto hacia la zona mala, quedándome apoyado peligrosamente con un pie en una laja con pinta de desprenderse en cualquier momento.
Acabé agotado tratando de recular hacia arriba, y Miguel me ayudó izándome del brazo en el último tramo.
Se me quitaron las ganas de volver a probar por la zona mejor que había visto desde abajo, y Miguel tampoco se animó, así que dedicimos darnos la vuelta.
Había más agujeros con posibilidades, y la continuación estaría por alguno de ellos.
Regresamos a piñón fijo, tardando dos horas en salir al exterior. Dentro de la cueva habíamos estado 5 horas y media.
Al salir llamamos a los demás para que volvieran a recogernos, dando por hecho que ya se estarían duchando, pero ninguno respondía al móvil.
Bajamos al aparcamiento y nos encontramos allí a José Manuel y la furgoneta que no se había movido del sitio. Resulta que los demás habían salido una hora antes pero se habían entretenido yendo a visitar la Cueva de los Santos, que quedaba allí cerca, y donde esperaban encontrar unas pinturas primitivas.